lunes, agosto 01, 2005

La maldición de los domingos


Hoy es domingo. Quizá por eso te escribo, porque es la mejor forma de encontrarme contigo ahora a la distancia. Hace mucho frío, las cosas son tan distintas sin tener que preocuparme de los almuerzos juntos, en un departamento que necesita más gente, pero que termino soportando al compás del control remoto.
Decidí no ir a misa. Nunca pensé que fueras católico, como iba a imaginarlo después de haberte visto siempre en tus tiempos de universitario renegando contra las clases de teología, denunciando que la filosofía tomista o neotomista era insuficiente para nuestra formación profesional, con tu larga lista de transgresiones como beber y beber, consumir drogas y otras tantas barbaridades en las que estabas sumergido cuando te conocí. Nunca me importó que a todas luces mostraras ser un pastel. Lo contrario a un buen partido, con un discurso de izquierda, transgresor, ideológicamente renegando del exitismo y de tantas otras yerbas. Me conquistaban tus discursos, tu mirada limpia acompañada de una sonrisa seductora que me sedujo por esos años, cuando saliste por primera vez a convencerme de besarte y que me quedara a tu lado. Y me quedé. Por tantos años, más de diez.
Tal vez la ocasión en la que más me sorprendiste fue cuando apareció tu cuasi catolicismo, a la hora de tomarnos en serio esto de la institución llamada matrimonio y dejar a todos contentos con juramento en la iglesia, vestido blanco yo, tu frac, etc.
Queríamos un cura que fuera diferente. La iglesia fue fácil: una capilla pequeña pero con toda la majestuosidad que tienen esas construcciones que logran plasmar en sí mismas los 2.000 años de historia. Pero no encontrábamos al sacerdote. Hasta que una amiga me habló del cura de San Joaquín. Estaba a cargo de una pastoral juvenil, tenía un discurso progresista y una forma de entender el catolicismo que nos permitía hablar con soltura.
Todo iba bien, concertamos las charlas sin problemas y hasta habíamos asistido a la tercera cuando nos dio el golpe de gracia. El nos preguntó por nuestra asistencia a misa y le dijimos que jamás íbamos a misa los domingos porque nos complicaba el panorama, era más difícil cocinar y realmente descansar. Además, las iglesias estaban más llenas y ninguna quedaba cerca de donde vivíamos –que entre paréntesis era el mismo edificio en un piso diferente que el de mi departamento de soltera- Entonces tomó un tono de predicador evangélico de televisión y con voz profunda, exacerbado, como combatiendo al peor de los pecados nos dijo que teníamos que ir a misa los domingos. Nos miró y juro que vi un destello de furia en sus ojos ante nuestra moderna y sacrílega forma de ir a misa, y entonces nos maldijo: les digo que no les va a ir bien en su matrimonio si no van a misa los domingos.
Algo pasó ahí. Fue un trizarse de nuestra relajada forma no sólo de ir a misa, si no que también de pololear, preparar durante dos años el matrimonio con la confianza de nuestra destinación a casarnos y envejecer juntos. Creo que durante todos esos años jamás habíamos visto que alguien pudiese pensar y menos predecir un fracaso nuestro.
Fue peor que la imagen del infierno. Decidimos cambiar de sacerdote pero no pudimos olvidar su maldición. Durante el resto del noviazgo hicimos hasta lo imposible por llegar a misa los domingos. Nos conseguimos la programación religiosa de todas las iglesias cercanas y renunciamos a los carretes muy largos para no faltar a la cita. Aunque llegáramos atrasados al recibir la bendición final sentíamos un extraño alivio. Era una semana para respirar más tranquilos.
Durante el primer año de casados y aún en la luna de miel continuamos repitiendo este nuevo rito. A pesar de las peleas, de la tensión, aprendí a descubrir que seguías siendo lo más importante para mí cada vez que deponías la rabia y me llamabas a la paz, yendo a la misa.
La primera vez que volviste a tomar y llegaste borracho un sábado en que salías con tus amigos, pensé que era sólo un hecho fortuito. Que si decías que no tenías valor para levantarte e ir a la misa dominical no era un gesto importante. Pero en realidad hoy pienso que fue el gran signo de que ya no te importaba tanto cuidar lo nuestro. Y vinieron más sábados de borracheras, peleas domingueras contigo sin desayunar, empeñado en dormir y no oír reproches de una mujer herida por ese espacio que abrías para ti solo, para tener un lugar al que yo no me podía asomar, por primera vez en todos estos años.
No aguantamos mucho los crecientes reproches, los silencios, las discusiones a veces por dinero, por el hijo que no nos atrevíamos a concretar. Tu necesidad de ir agradando ese espacio tuyo donde yo no podía entrar. Comencé a ir sola a misa y a rezar por nosotros.
Pero Dios no puede meterse en el corazón de los humanos, o tal vez fue la maldición de los domingos, o simplemente el desgaste, otros intereses que se manifestaron como un signo de tu desinterés por neutralizar la maldición de los domingos. Así que un sábado tomaste finalmente tu maleta. Yo preferí no mirarte cuando te despedías, sin lágrimas, conteniéndome un grito de pena y rabia que me aguanté.No es fácil la vida sin ti. No es fácil entender qué pasó. Tal vez hoy las claridades no estarían mal, tengo unas pocas mientras me recompongo y comienzo a armar mi nuevo destino pero al menos tengo una: ya no necesito ir a misa los domingos.

3 comentarios:

burtonbk dijo...

Jessica: buen cuento, resolviste perfecto el paso de la realidad a la fantasía. Me gusta tu blog es interesante

Anónimo dijo...

Jessica, un cuento doloroso y escrito casi con las tripas. BIEN!!! por la honestidad y por el final. Emociona y eso vale más que la perfección literaria.

Anónimo dijo...

Jéssica: no sé ni como llegué hasta tu blog y me prendí del cuento...debe ser que los domingos son una verdadera maldición porque desde niños nos enseñan la culpa de faltar a misa...culpa y culpa, nada más. Ya no sirve. Te saludo desde Argentina, ahora que cambié el periodismo por la Paleontología. Un abrazo, Graciela Ojeda (ojeda.graciela@gmail.com)