(Cuento escrito en mi etapa adolescente)
- No sabes qué desperdicio tengo en el alma- tarareaba con fuerza esa canción de Los Tres mientras miraba pasar otro vehículo.
- Me relaja mirar cómo se mueven las ruedas de los autos – dijo interrumpiendo la melodía para dirigirme unas palabras, casi a modo de explicación. Un verdadero regalo si se tomaba en cuenta que era la primera frase después de aproximadamente 20 minutos de silencio.
- No entiendo esa fascinación tuya por algo tan inútil como pasar horas tirados en la acera por nada. Detesto esa forma de perder el tiempo, sobre todo después de ese maldito que intentó arrollarnos con su camioneta.
- Tú y la cobardía son una pareja inseparable- masculló casi riéndose para luego agregar- y como tú ya lo sabes, si no te gusta, te vas.
Y ahí murió el único diálogo posible. Así que había silencio como para otros quince minutos. Pero eso no importaba: era parte de nuestra relación. Sólo pesaba que la noche era fantástica, como mi borrachera y la de él, llevándonos por esa sensación de cercanía irreal con las cosas, de la pérdida de esa noción de realidad y uno, de objeto y sujeto. Y aunque a nuestra equivocada manera lo estábamos disfrutando, no lográbamos salir de la agresividad, de las constantes estocadas que inevitablemente dejaban paso al silencio. De esos que molestan, tensos, disimulados sólo por alguna canción.
- No tengo nada nuevo que decirte – dije prendiendo un cigarro más – pero me es imposible continuar sin hablar. Necesito moverme. Vámonos a un bar, donde haya un poco más de alcohol, o por último a uno de esos moteles de mala muerte que logramos pagar. Ya no soporto esta posición de idiotas anclados en esta acera.
- Por qué mejor no te mueres.
- Porque no lo haría sola – le respondí.
- La misma razón por la que ahora estás aquí. Qué tonto ¿verdad? Te ata eso que se contradice con tu voluntad y que siempre te lleva a seguir conmigo.
Demasiada dura la cuchillada como para responder. Así que opté por lo más sano: me paré y me fui. Pero él también estaba atado, como me lo demostró al rápidamente alcanzarme y provocar el choque de mi cuerpo contra la pared. El, estrujándome en un beso forzado que no tardé en responder.
- Tú y yo estamos condenados. Vamos en lo mismo aunque no lo alcancemos a comprender – me dijo un rato más tarde, irremediablemente borracho en un bar donde tomar costaba poco y encontrarse con alguien con ganas de pelear, aún menos.
- ...estamos en los mismo...¿ en qué?
- En nada. Precisamente en nada. En esta estupidez de amor barato del que no podemos salir a pesar de los ataques constantes. En vivir sin imaginar futuros, sin seguir causas, ni siquiera la propia o la que podríamos llamar nuestra. Eso que se traduce en tus manuscritos jamás terminados, tu incapacidad para llegar a un fin. Y ni siquiera somos originales en todo esto.
Sí, pensé. Tenía razón. Como pocas veces era sincero para herirnos con una verdad y no simplemente disparar. Ahí estábamos, en nada. Estudios, carrete, el nosotros, lo teníamos todo –hasta el instinto- pero por una inentendible razón todo esto significaba para nosotros nada. Que es equivalente a decir que seguiríamos ensayando formas para, entre tanto, continuar pasando el tiempo.
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