jueves, agosto 25, 2005

Mi padre, un gran pez


Fuimos con Cristian a una de esas curiosas exhibiciones de filmes repuestos, esta vez en el Museo Regional. Se trataba de Tim Burton, con “El Gran Pez”. Ver las escenas fue un placer, siempre Burton exponiéndose, con muchos colores, una textura increíble, la mirada de un niño grande que alucina con la realidad contada a través de la fantasiosa narración de su padre. Historias que rechaza al sentir que detrás de tanto cuento hay un personaje al que no conoce, con el que no puede hablar porque no le interesa escuchar a quien le parece esconderse detrás de todas esas invenciones. Una hermosa metáfora de la incomunicación padre-hijo.
Pero también fue un dolor, un apretón en la guata mientras esperaba saber cómo terminaría la historia, qué había visto en los ojos de esa bruja- compañera de todas las visiones. Un padre que amó a su único hijo, pero que estuvo ausente construyendo mundos lejanos a su hogar, y que le contó todo al pequeño, al adolescente, al adulto, que no perdonaba sus viajes, la barrera en que se convertían sus narraciones cuando él esperaba otras palabras. En el filme este hijo finalmente comienza a comprender quién fue su padre y a valorarlo.
Tomé la mano de Cristian con firmeza, como buscando un refugio a la invalidez que me producía el término de la película, las luces que mostraban mi cara, que seguramente traslucía la vergonzosa emoción que no me dejaba hablar como siempre. Estaban también Carlos y Víctor, aunque este último se fue antes de que las luces se prendieran. Había que disimular. Cristian me preguntaba si mi padre contaba historias y claro que lo hacía, sé de sus pellejerías cuando era estudiante de la Chile en Santiago, un estudiante pobre, provinciano, tratando de abrirse camino. De las dificultades durante el tiempo que fue juez, de su gran época de farras y derroche que le costaron su primer matrimonio, y de otras tantas cosas que siempre emprendió por la vida como un soñador.
Mi padre no fue un tipo normal, de esos que tienen un trabajo fijo y un horario. Puedo recordar sus gritos, las peleas con mi madre, su forma a ratos idealista de retratar el mundo y otras tantas, desencantada. Un club de amigotes que siempre frecuentó la casa, haciendo de los almuerzos un verdadero momento social cada día, y aumentando a través de los años la dosis de vino necesaria para continuar viviendo. Sí, él era más bien un pastel, capaz de dejar cualquier cliente, cualquier trabajo, cualquier ciudad. He vivido en la mitad de las ciudades de Chile por esa extraña afición de mi padre de fracasar e intentar volver a empezar en otro lugar. Tal vez por eso me conecto tanto con el poema de Kavafis “No busques otra ciudad, no la hay, la vida que aquí has destruido la has destruido en todo el mundo”.
Mi padre nunca fue perfecto, aunque durante algunos años producto de la niñez pensé que casi lo era. O que así eran todos los padres. Casi siempre fue mi apoderado, nunca que yo recuerde me ayudó en las tareas pero me entregó mucho conocimiento, un mundo lleno de cuentos, libros, puzzles, su diaria lectura de El Mercurio –del que desconfiaba profundamente pero no podía evitar - me compró mis primeros zapatos de tacos y me habló de todo lo que generalmente se preocupan las madres. Era estricto sí, incluso demasiado para la adolescente rebelde que fui cuando lo culpé de todo, cuando odió mi militancia, mis amigos, mis lecturas. Ver el hombre que realmente era fue difícil: un marginal, con problemas con el alcohol, un soñador, capaz de grandes cosas pero también de ruindades.
El contaba historias y describía el mundo a su medida. Siempre pensando en hacerse rico con alguna de las minas de oro que tuvo, detestando su profesión, el mundillo de sus colegas, pero capaz de trabajar gratis cuando consideraba que había una buena causa que defender y a ciencia cierta, no sé si alguna vez alguno de esos esfuerzos prosperó. Sí, detesté su forma de vivir y de entender la vida.
Nunca se dejó atrapar. Ni por mi madre, ni por mí, sus nietos o cualquiera de esas cosas que para los otros surten el efecto de un ancla. Así que un día me dejó a mi madre en mi casa, él se quedó otro tanto en su viejo hogar, hasta que se fue en busca de otra ciudad, otra vida, otras cosas. Un buen tiempo no le hablé, pero después -como también le pasó al protagonista de la película- entendí que hay personas a las que no es posible comprender, sólo se puede perdonarlas y quererlas. Así es un gran pez.
Creí que el texto estaba terminado. Pero una de estas tardes me fui en un colectivo, mientras el chofer me preguntó si yo era hija de Víctor, le respondí que sí y entonces me contó que mi padre le había salvado años atrás un terreno que le estaban quitando. Balbuceé que muchas veces me preguntaban lo mismo y entonces comenzó a referirse a que tanta gente lo había conocido por su trabajo, que había echo cosas por las que valía la pena recordarlo o algo así. Entonces pensé que este caballero tenía razón después de todo, había muchas cosas también buenas por las que recordar a mi padre.

lunes, agosto 22, 2005

Pinochet y Lagos en la blogósfera


Para los que no lo han visto, Pinochet tiene su blog. Para todos los que nos acostumbramos a su musical y suave forma de decir las cosas, durante los años esos que teníamos que escucharlo a diario por televisión y más encima aguantar las cadenas nacionales, aquí podrán escuchar qué dice ante todo lo que está ocurriendo.
http://eldiariodepinochet.blogspot.com/

Y sobre las disquisiciones de Lagos con indultos y tantas cosas:
http://eldiariodelagos.blogspot.com/

Léanlos, se divertirán.

miércoles, agosto 17, 2005

La Conspiración De Las Arañas



(Cuento)

De niño siempre le temiste a las arañas, aunque en principio ese miedo no era muy distinto a los que sentías frente a la oscuridad, a las amenazas sobre el viejo del saco que casi podías ver al cerrar los ojos, o lo que te producía la serie de vampiros por la que trasnochabas para observarla, además, con el temor a que tus padres se dieran cuentan que no dormías en tu cama y violabas la prohibición. Pero el resto de los temores fue desapareciendo para transformarse en recuerdos, parte de las fantasías infantiles que cada niño va dejando atrás hasta aparecer el hombre, que sólo tiembla ante sus frustraciones o aquellos dioses en los que ha puesto su fe. Todo del mundo más o menos real.
El miedo a las arañas, en cambio, se fue metiendo de diversas formas en ti, haciéndose más fuerte. Las peores pesadillas eran con ellas y en las clases de biología odiabas los experimentos donde debías contemplarlas para estudiarlas con horror.
Te levantaste esa mañana, como muchas otras, tirando hasta atrás las sábanas para mirarlas con detención. Tomaste la toalla, antes de llegar a la ducha, sacudiéndola lo suficientemente alejada de tu cuerpo como para que, en caso de caer una araña, no pudiera recorrer tu piel con sus despreciables patas.
En la ducha no cantaste, tus ojos recorrían las paredes, gozando de uno de los pocos momentos del día en que realmente te sentías seguro, porque ninguno de esos insectos podría atacarte mientras el agua corriera por tu cuerpo. Por eso alargabas la ducha, salir de ahí para ti era casi un parto, abandonar la calidez y la protección, volver a dejar lo más parecido al cómodo útero materno cada mañana para dar la soterrada lucha por seguir vivo.
Nuevamente sacudiste la toalla, no sin antes volver a mirar las paredes, el techo, el piso, sin atreverte a pisar la toalla de pies por el miedo a su mullida condición –nido ideal para arañas-, definitivamente la sacarías. “Convivimos con cientos o miles de enemigos, arañas que en cualquier minuto nos pueden matar con su veneno. Viven con nosotros, hacen nidos en nuestros techos, en los closets, transitan por nuestra ropa, por los muebles, por el lugar donde dormimos – te repetías mientras te ponías lentamente la ropa-. Ellas optan por pasar inadvertidas y subrepticiamente morder a alguien de vez en cuando, ojalá que nosotros no lo notemos, y atribuyamos la enfermedad a otra causa, o le echemos la culpa al médico que no reconoció de que se trataba. Estoy seguro que tienen un plan, que no actúan por un instinto irracional de arácnidos o insectos. ¿Han visto la cantidad de ancianos que mueren en todos los lugares del mundo cuando viven solos? Son ellas, las arañas las que los atacan como parte de su plan de exterminio o su venganza hacia la raza humana. Se abalanzan sobre la piel del viejo que ya no puede revisar bien sus ropas, las arañas se pueden pasear con más tranquilidad frente a sus narices, hacer nidos bajo las camas que dificultosamente limpian dejándoles más espacio. Cuando sienten que ya pueden pasearse por cualquier lugar sin miedo, entonces atacan al indefenso anciano, produciéndole una muerte constatada días después, muchas de ellas sin una autopsia que aclare lo acontecido. Así operan.”
En realidad nadie podría haberte refutado que convivíamos con arañas peligrosas en nuestras casas, en los trabajos, en el comercio. Estaban por todas partes con su veneno, pero todos nos olvidábamos de su presencia y de su peligrosidad, hasta que cada cierto tiempo alguna noticia sobre una muerte por lapsoceles lezaeta nos hacía ver que había una amenaza cerca de cada uno de nosotros. Pero escucharte hablar de que tenían una táctica y una estrategia y que en realidad nos enfrentábamos a una silenciosa guerra, como tú pensabas, era algo increíble para quienes habían invisibilizado a este enemigo con siglos de guerras, amenazas que venían de la economía, de la cesantía, de la delincuencia. Era para mandarte a un sicólogo, siendo benevolente, o a un siquiatra.
En el bar tenías fama del tipo que le teme a las arañas, con un par de copas hablabas del enemigo, pero se trataba de un lugar donde simplemente lo atribuían al efecto del alcohol en tu cerebro, una especie de delirium tremens, o una rutina aprendida para llamar la atención. Pero empezaste a hablar más de este plan, hasta escribiste un largo tratado sobre cada una de las actuaciones de las arañas. Venciste tu temor a las bibliotecas, pero con repelente en tu piel – en el que tampoco confiabas demasiado- investigabas, buscando evidencias en la historia sobre aquellas muertes poco claras o que podrían haber sido disfrazadas. Mirabas el obituario cada día y comenzaste a llamar, a buscar las causas de las muertes.
Después de tres meses donde te olvidaste de tus obligaciones laborales para sólo asistir en cuerpo, dijiste que tenías las pruebas. Entonces diste entrevistas a los diarios, llamaste a cuanto programa de radio te dio el espacio, haciendo el ridículo y logrando una baja de sintonía que muchos presentían, para entonces cortésmente colgarte y luego marcar el número para ordenarle a producción que no volviera a pasar una llamada de ese loco.
“Las arañas están atacando a los niños, especialmente a las guaguas, esas variaciones a los virus no son reales, simplemente diagnósticos errados. Las personas discapacitadas también mueren de pronto, su promedio de vida no se debe a causas físicas, sino al plan de ellas. Los pobres son su mejor alimento. Nos están controlando, quieren que seamos menos” decías en una de las proclamas que publicaste en internet.
Tu familia comenzó a preocuparse. Perdiste el trabajo, nadie estaba para además de dejar pasar tu ineficiencia, amargarse la vida escuchando tus reflexiones. Rápidamente caíste en el siquiatra, quien deseaba averiguar si tú serías el salvador del mundo, el nuevo cristo que nos redimiría de las arañas, aunque tu modestia y la conciencia ante la incomprensión te salvó de una de las características de la paranoia. De todos modos el diagnóstico fue lapidario, y terminaste internado. Verte en ese estado era terrible, ya que en la clínica sólo pedías que te ayudaran a salir de ahí, que las arañas vendrían en cualquier momento a silenciarte, en un delirio verdadero. Nadie podría creerte ya.
Sin repelente, y drogado, no pudiste tomar los habituales cuidados. Miraste con horror como diez arañas se subieron esa noche por tu cuerpo, sin que pudieras hacer otra cosa que gritar, con las manos y los pies amarrados. Ellas se deleitaron en hacer el recorrido con su habitual lentitud y comenzar sólo un par de mordidas por los pliegues más recónditos de tu cuerpo. Al día siguiente amaneciste muerto, y tu familia no quiso saber de autopsia, pidiendo que no la hicieran. Nadie podría haber soportado que tus miedos fueran ciertos.
Me enteré de todo esto revisando tus cuadernos, tu blog en internet –ahora lleno de comentarios-. Habías tomado la precaución de ser donante de órganos, por lo que supimos con horror que tu cuerpo estaba contaminado con veneno al no poder realizarla. Entonces fui a revisar las cintas de la clínica, donde está la verdad de tu muerte, y la ironía de haber fallecido por ser, no sé si demasiado inteligente o cobarde, pero sí el único capaz de ver el peligro. O tal vez no eras más que un ser con más miedos que el resto y el miedo no perdona, nos hace concientes de la amenaza.
Ahora que tengo toda la verdad, o tal vez sólo una de las verdades que está tras el desarrollo de los acontecimientos y que algunos después llamarán historia al contarla de una manera totalmente distinta –como ven todos la realidad-, entiendo que no soy como tú. No sabría como rebatirle a un médico, buscar las pruebas, mostrar la conspiración de las arañas y hablarle al mundo de que estamos en peligro para cuidarme cada vez más de ellas, que seguramente nos entienden, han aprendido de nosotros y me perseguirían haciendo del mundo un lugar lleno de enemigos donde el blanco soy yo.
Por eso he decidido quemar tus cuadernos, y tomar silenciosamente todas las precauciones necesarias para pasar inadvertida para ellas, evitando ser una más de sus víctimas por el mayor tiempo posible. El resto en realidad, no es mi problema.

martes, agosto 16, 2005

Impasse


He comenzado la semana con cierta sensación de estar atada al escritorio, en vez de estar creando algo interesante. Este fin de semana largo he leído hartos blogs, mirando que hay por el vecindario y encuentro de todo. Dos de mis personas más cercanas ya han construido el suyo, Bianka y Cristian, este último mi pareja (pueden encontrarlos en los links). Se los aconsejo porque encontrarán trabajos visuales muy interesantes en ambos. Cristian es poeta, pero últimamente está más abocado a su otra pasión, sus collages, fotografías y fotomontajes en diversos soportes.
Mandé el texto anterior a éste al diario Chañarcillo, por si lo publican. Ahora pienso en mostrar lo que están haciendo otros vecinos de esta región y ciudad que están en la blogósfera, pero aún no encuentro la veta que me lleve a desarrollar bien este trabajo.
Por mientras vuelvo a pensar en qué hacer, describir Copiapó, comentar la actualidad o algún otro resquicio de la realidad que se me esté filtrando por los poros.
En los blogs literarios encuentro mucha muerte, historias que terminan en asesinatos o suicidios, algunos de violencias justificadas en el texto, otras irracionales y otros/as tantos hablando de dolores del corazón, desde el delirio, la ausencia y creo que es bastante cierto eso que los blogs están desplazando a los talleres literarios. Tonos similares, mezclados a veces con poesía y otras tantas con lenguaje directo. Mujeres que se paran para decir que no más o así no están dispuestas más bien desde la soledad.
Me han impresionado varios, como el de la orgía perpetua (http://www.laorgiaperpetua.blogia.com/) , una puta literaria según su descripción porque trabaja en una editorial - textos por encargo, correcciones, otros- donde obviamente no puede hacer mucho de literatura propia así que para eso está su blog, donde puede confesar que abraza la almohada aunque jamás se ha acostumbrado a dormir acompañada. Miursa dice en su blog “Desvaríos Varios” (http://miursa.blogspot.com/) “si las cosas fueran tan simples como ponerlas en letras, viviría de comer diccionarios”, mientras que un solo gato ahora nos habla de una especie de suicidio por amor. Carolina Moro (http://carolinamoro.blogspot.com/) en “Teléfono” nos confunde con tonos rudos, y más muerte. Como Kristianz Zahn (http://kristianz.blogspot.com/) , con sus páginas sangrientas, llenas de tensión, que como dice Bolaño respecto a Boglioni, hay que leer cuando uno amanece valiente. Esos son algunos de los tantos que he visitado en este juego donde uno te lleva a otro, donde la máxima de Michael Foucault “el hombre ha muerto” parece ser el paradigma.
Amo la literatura, esos tonos apremiantes que no te sueltan, pero a veces necesito volver a los blogs de mis compañeros de ruta, con bellezas a veces delirantes pero más humanistas, o al menos con una dosis mayor de optimismo en algo.
Bueno, sigo pensando que desarrollar para aquellos que leen esto no se aburran, las fórmulas de sexo, vómitos, y muertes por el momento no son lo mío.

jueves, agosto 11, 2005

El poder también está en los blogs


Pienso en esto de tener un blogs, una bitácora donde escribo como tantos otros y otras. Toda profesión tiene su estigma, - esa mezcla de orgullo y soberbia que da la técnica y el privilegio para muchos consagrado por ley de ejercer una función determinada, certificada, etc- y los periodistas nos creemos eso de poder decirle a los otros cuál es la realidad común para todos. La agenda pública, medial o como queramos llamarla.
Ya no estoy en un medio de comunicación, no disfruto de esa pasión de ir construyendo la realidad, de ir escarbando diversos intersticios, mejor aún, de aumentar el culto a la transparencia, perra guardiana oliendo por ahí, donde no gusta a más de alguien. O creyéndome la representante de la opinión pública siempre buscando el favor de esa esquiva dama de la que nadie deja de buscar sus amores, representando al público ante los poderes, las empresas, las instituciones que reaccionan diferente cuando el ciudadano de a pie reclama a través de un medio.
Pero desde mi isla actual, en las comunicaciones o relaciones públicas, también se goza del privilegio de crear realidad, tirar luz, abrir las puertas para dejar que el debate ingrese, para que los medios informen y la información fluya.
Ahora es distinto. Tengo un blogg donde puedo escribir literatura, periodismo o lo que se me ocurra. Un lugar en el ciberespacio que tiene vecinos y vecinas, estoy en un ranking de Top.Weboscope.com, y en La Ratonera figuro en el número 100 en la guía de bloggs chilenos. Por lo demás, escarbo en las estadísticas para ver a menudo quien me visita. Con mi mejor amiga, aún no logramos hacernos un link para que nuestras bitácoras estén enlazadas, pero uno de estos días aprenderé a linkear.
Flores (http://www.fernandoflores.cl/) en El Mercurio decía que quien no tiene un bloggs quedará fuera del sistema y puede ser muy cierto. Pero por lo pronto siento que el problema de la concentración de los medios de comunicación que la globalización ha propiciado por la misma globalización hoy tiene un contrapeso gracias a los blogs. Ya los periodistas no seremos los únicos dueños de decir cuál es la realidad. Habrán miles de bitácoras comentando, mostrando sus miradas, registrando la realidad desde diversas ópticas, haciéndonos control social o comunicacional si queremos definirlo así. En Chile, para la credibilidad de los medios de comunicación ha sido esencial la separación de estos con las elites, dejar de defender la gobernabilidad, esas imágenes sin mancha ni discusión que esperaban proyectar los diferentes poderes. Dije en un artículo anterior con bastante optimismo que el poder está en los medios, pero hoy añado que también está en los bloggs, contrapesando, como diciendo ‘cuidado con lo que dicen porque también estamos aquí’ en una interpretación de la realidad que incluso podría llegar a ser diametralmente diferente si los medios se alejan demasiado de las sensibilidades de su público, ahora más activo, más empoderado, existiendo ya sin pedir permiso. No es que los blogs vayan a reemplazar a los medios tradicionales, creo que el fenómeno no apunta a eso, si no más bien a la democratización de nuestro sistema de comunicaciones dándole voz a diversos actores donde podemos encontrar una buena muestra de las diversas miradas posibles de la realidad.

miércoles, agosto 10, 2005

Comunicación Mass Media


Prende la televisión. Se tira en el sillón cansada de tantos platos sucios, demasiada limpieza, de ese orden de todos los días desde hace ya casi cinco años. No quiere pensar, sólo sumergirse en la pantalla del televisor. Un canal, otro y otro: deportes, el chavo, noticias y una vieja teleserie.
A medio país de distancia un sobreactuado animador habla. Pero el primer plano de un rostro demasiado conocido le aprieta el estómago, recordándole la existencia de su cuerpo. La cámara huye, buscando las expresiones de los otros concursantes que conmoverán a los espectadores, emocionados en sus casas frente al juego de quienes pueden ser ganadores de más de cinco minutos de fama y de algún dinero.
Ella sólo quiere estar segura, ver de cerca ese rostro que durante tantos años la conmovió. Respira y puede visualizar en su mente cada una de sus facciones, recuerda el olor de ese hombre que amó cuando la vida aún estaba abierta a las posibilidades y las sorpresas que finalmente nunca llegaron. O que tal vez ella misma cerró. Ahora estaba ahí, escapando unos minutos a su rutina de atender marido, cuidar hijos y no tener sueños, solo planes.
Se concentra con ansiedad en la televisión para comprobar si puede ser posible pero la pantalla es esmera en el público con sus gritos destinados a guiar a los concursantes, se mueve para mostrar a los tres competidores con el set de fondo, muestra los dedos entrecruzados de alguno de ellos - ¿serán las suyas?-. Y el animador anuncia la última oportunidad para desequilibrar el empate, grita, hace vociferar al público y la televisión suena más fuerte mientras ella tiene la certeza de que cuenta con sólo unos segundos para cambiar su historia deponiendo los años de distancia, para dejar atrás la nostalgia que lleva clavada y que cada cierto tiempo le reclama develándole la inercia de tanta vida hecha sin ganas. Siente que ahora puede, ahora que él existe y está ahí, en su televisor. Ella podrá cambiar la historia.
Toma el teléfono. Consigue el número de producción. Se comunica con una voz que le dice que está prohibido entregar información sobre los concursantes y que no podrá entregar su mensaje al competidor. Ella dice gracias con apenas un hilo de voz mientras un timbre anuncia el final del concurso y de su ilusión de cambiar, que aún era posible un viraje en su vida. La cámara le regala un primer plano de ese rostro querido, que le revela su pena. Ahora un desconocido celebra su triunfo en un abrazo que la pantalla exhibe, acerca cada vez más para centrarse en la felicidad y dejar atrás para siempre a los perdedores.

Pantalla a negro


(Cuento)


Habíamos terminado dos años orientados a obtener resultados exitosos en las elecciones parlamentarias. Y lo logramos. Pero esa mañana comenzó mal para mí. Mi jefe era uno de los intendentes a los que le solicitaron la renuncia, vendría una DC en reemplazo, yo me quedaría sin trabajo, y sin ninguna idea de dónde obtener uno nuevo. El equipo de confianza pensaba igual, los servicios públicos estaban copados y habría nuevos directores y seremis, lo que hacía más inestable todo.
Con mi ex jefe fuera, partí a un evento preparado para él: la apertura del paso Pircas Negras, que comunicaba a Atacama con La Rioja. Menem llegaría con Cecilia Bolocco al paso fronterizo, para cumplir una vieja promesa antes de las elecciones.
Partimos de madrugada. Conducía el Quique, fóbico al volante. Hernán, el fotógrafo y Mauricio, el estafeta, formaban el resto del equipo. Me dormí, mientras la tensión reinaba luego que la inexperiencia del Quique comenzaba a notarse. Desperté gracias a un movimiento brusco, el abrazo impetuoso del cinturón de seguridad ciñéndome con la fuerza que ningún hombre tuvo jamás conmigo, salvándome de salir expelida. Nos estábamos volcando, no podía ser posible, pero era. No grité cuando la camioneta cayó al suelo. Seguí pensando, dudando si estaba preparada para la muerte.
Infinitos segundos viendo negro, fuera de la realidad, pero conciente y luego fue como abrir los ojos: volvió la imagen. Y sentía mis piernas, los brazos, y el dolor. Traté sin éxito de safar el cinturón. La cabina rozaba mi cabeza, los de atrás estaban bien, sólo con algunas heridas. Con ayuda, corté el cinturón de seguridad. Mi cuerpo cayó sobre mi cabeza, comprobando la eficiencia de la ley de gravedad. Recogí la cartera y salí gateando por la ventana del conductor.
Éramos los últimos y no teníamos radio ni señal de celular. De pronto pasó una camioneta como de los ’60. Su conductor, luego de informarse de lo ocurrido, nos invitó a su majada, un lugar colla donde el agua permite el cultivo de hortalizas, y el cuidado de las cabras.
Minutos después estábamos en la majada, en una casa precaria en medio de la cordillera, construida de tablas dispares, piso de tierra y agua almacenada en tambores. Las mujeres de la casa se esmeraron en atendernos y preparar un almuerzo lo más urbano posible para sus víveres. Escapé para fumarme un cigarro. Miraba a las cabras, los niños jugando entre medio, esa gente viviendo así.
No podía olvidar esa pantalla a negro, era como si no pudiera recordar algo, o se me escapara un pensamiento importante, clave. Debí haber visto mi vida, esa película rápida y no todo negro, qué tonto haberme quedado ciega. ¿Sería que no había nada importante que ver al enfrentarme a la muerte? ¿Tan frágiles e insignificantes eran mis recuerdos?
Reflexioné sobre qué me podía mantener viva: hijos, madre, no tenía pareja, en el trabajo la misión estaba cumplida y no tenía ningún proyecto que me llamara. Mis hijos podrían vivir con su padre, sí, me extrañarían; para mi madre tampoco sería fácil pero mi hermana tendría que mantenerla. En mi puesto estorbaba, y un par de bonitos recuerdos en el amor no pesaban demasiado. Sentía afecto hacia varias personas, pero nada que me aferrara. Balidos, silencio en el camino. ¿Era feliz?
Me refugiaba en la vida social de jóvenes profesionales bebiendo happy hours cada tarde. Había cambiado demasiadas veces de amigos y enemigos, y era blanco de críticas y maquinaciones propias del poder. Aceptaba todo ese mundo y sus extraños códigos como algo natural. La mayoría de mis nuevos amigos me debían sus trabajos, me había transformado en alguien conveniente.
Me pregunté si esos collas serían felices. Qué duro cada uno de sus días, tanto trabajo para alimentarse, seguir a las cabras, abrigarse para no morirse de frío. Nunca sabría si eran realmente felices, o seguían la única forma que conocían de vida. Llevaban sus arrugas profundamente marcadas. Toqué mi piel, lisa, cuidada.
Yo no podía vivir como los Collas, pero tampoco encontré sentido en lo mío. Sentí tan liviano aquello que antes era importante, como llegar a ser jefa, ganarme el respeto correspondiente a la cercanía con mi ex jefe, cursar un magíster, y otros etcéteras. Había estado tan viva hasta entonces, a cien por hora, gozando por lo que salía bien, mover bien las piezas, poner la realidad de nuestro lado. Pero eran demasiadas relaciones superficiales, donde un paso en falso costaba caro. Las relaciones definían quién eras, y tus socios siempre contando puestos como piezas para mover al servicio de la próxima campaña.
El negro, no ver nada. ¿Por qué estaba viva? ¿Por qué esta nueva oportunidad? Miré los cerros, el camino, un vehículo que venía de vuelta y comprendí que estaba todo bien, que el mundo de los últimos años se terminó abruptamente en esa camioneta girando y cayendo de cabeza, o de cabina para ser más exacta, sin dejarme llegar para ser la productora de los actos importantes, para que Menem y Bolocco hicieran su espectáculo sin mí, y, en cambio sólo ver esa pantalla negra y no las imágenes idílicas de mi vida que habría deseado.
Luego de la Mutual, camino a casa, pasé por la plaza, a tiempo para ver a Menem y Bolocco con 3.000 copiapinos ávidos de farándula, de lejos, como una espectadora más. Estaba fuera.
Cinco días después cursaron mi renuncia. Gran parte de mis compañeros emigraron, otros amigos se quedaron para olvidarse de mi número y los restantes en el extrañamiento interno de quienes pertenecieron a otro círculo de confianza.
Desde la cama, aún pensaba en los collas y la pantalla a negro, con la sensación de despertar de esos últimos años. No sería fácil lo que vendría, pero ese tropezón en la cordillera me enseñó la serenidad del distanciamiento, me mostró lo esencial que faltaba en mi vida, y me juré que cuando la muerte volviera a buscarme vería las mejores imágenes, para eso estaba viva.

Naderías


(Cuento escrito en mi etapa adolescente)

- No sabes qué desperdicio tengo en el alma- tarareaba con fuerza esa canción de Los Tres mientras miraba pasar otro vehículo.
- Me relaja mirar cómo se mueven las ruedas de los autos – dijo interrumpiendo la melodía para dirigirme unas palabras, casi a modo de explicación. Un verdadero regalo si se tomaba en cuenta que era la primera frase después de aproximadamente 20 minutos de silencio.
- No entiendo esa fascinación tuya por algo tan inútil como pasar horas tirados en la acera por nada. Detesto esa forma de perder el tiempo, sobre todo después de ese maldito que intentó arrollarnos con su camioneta.
- Tú y la cobardía son una pareja inseparable- masculló casi riéndose para luego agregar- y como tú ya lo sabes, si no te gusta, te vas.
Y ahí murió el único diálogo posible. Así que había silencio como para otros quince minutos. Pero eso no importaba: era parte de nuestra relación. Sólo pesaba que la noche era fantástica, como mi borrachera y la de él, llevándonos por esa sensación de cercanía irreal con las cosas, de la pérdida de esa noción de realidad y uno, de objeto y sujeto. Y aunque a nuestra equivocada manera lo estábamos disfrutando, no lográbamos salir de la agresividad, de las constantes estocadas que inevitablemente dejaban paso al silencio. De esos que molestan, tensos, disimulados sólo por alguna canción.
- No tengo nada nuevo que decirte – dije prendiendo un cigarro más – pero me es imposible continuar sin hablar. Necesito moverme. Vámonos a un bar, donde haya un poco más de alcohol, o por último a uno de esos moteles de mala muerte que logramos pagar. Ya no soporto esta posición de idiotas anclados en esta acera.
- Por qué mejor no te mueres.
- Porque no lo haría sola – le respondí.
- La misma razón por la que ahora estás aquí. Qué tonto ¿verdad? Te ata eso que se contradice con tu voluntad y que siempre te lleva a seguir conmigo.
Demasiada dura la cuchillada como para responder. Así que opté por lo más sano: me paré y me fui. Pero él también estaba atado, como me lo demostró al rápidamente alcanzarme y provocar el choque de mi cuerpo contra la pared. El, estrujándome en un beso forzado que no tardé en responder.
- Tú y yo estamos condenados. Vamos en lo mismo aunque no lo alcancemos a comprender – me dijo un rato más tarde, irremediablemente borracho en un bar donde tomar costaba poco y encontrarse con alguien con ganas de pelear, aún menos.
- ...estamos en los mismo...¿ en qué?
- En nada. Precisamente en nada. En esta estupidez de amor barato del que no podemos salir a pesar de los ataques constantes. En vivir sin imaginar futuros, sin seguir causas, ni siquiera la propia o la que podríamos llamar nuestra. Eso que se traduce en tus manuscritos jamás terminados, tu incapacidad para llegar a un fin. Y ni siquiera somos originales en todo esto.
Sí, pensé. Tenía razón. Como pocas veces era sincero para herirnos con una verdad y no simplemente disparar. Ahí estábamos, en nada. Estudios, carrete, el nosotros, lo teníamos todo –hasta el instinto- pero por una inentendible razón todo esto significaba para nosotros nada. Que es equivalente a decir que seguiríamos ensayando formas para, entre tanto, continuar pasando el tiempo.

martes, agosto 09, 2005

Niños en San Pedro



Estos niños son de una escuela rural. San Pedro se llama la localidad y la escuela, que queda a tan sólo 20 kilómetros de Copiapó, pero resultan una frontera para muchos de ellos muy difícil de traspasar en modos de vida, oportunidades y tantas cosas. Ciudadanos de a pie cuando caminar no puede llevarte muy lejos.

Los fotografíe mirando una obra de teatro que llevábamos como parte de una itinerancia por sectores de Copiapó, y me cautivó la imagen, esa forma de estar atrás y detrás de las rejas, de no ir a buscar las sillas disponibles si no quedarse siempre un poco al margen. Como viviendo en San Pedro.

Hoy volví a mi puesto de trabajo pensando que mi página tiene poco de comentarios cercanos a mi vida cotidiana y bastante de cuentos, escritos y otras cosas. Me gusta escribir y fotografiar, así que las fotos que vean en este lugar generalmente son mías, y si no prometo explicitarlo.

lunes, agosto 01, 2005

La maldición de los domingos


Hoy es domingo. Quizá por eso te escribo, porque es la mejor forma de encontrarme contigo ahora a la distancia. Hace mucho frío, las cosas son tan distintas sin tener que preocuparme de los almuerzos juntos, en un departamento que necesita más gente, pero que termino soportando al compás del control remoto.
Decidí no ir a misa. Nunca pensé que fueras católico, como iba a imaginarlo después de haberte visto siempre en tus tiempos de universitario renegando contra las clases de teología, denunciando que la filosofía tomista o neotomista era insuficiente para nuestra formación profesional, con tu larga lista de transgresiones como beber y beber, consumir drogas y otras tantas barbaridades en las que estabas sumergido cuando te conocí. Nunca me importó que a todas luces mostraras ser un pastel. Lo contrario a un buen partido, con un discurso de izquierda, transgresor, ideológicamente renegando del exitismo y de tantas otras yerbas. Me conquistaban tus discursos, tu mirada limpia acompañada de una sonrisa seductora que me sedujo por esos años, cuando saliste por primera vez a convencerme de besarte y que me quedara a tu lado. Y me quedé. Por tantos años, más de diez.
Tal vez la ocasión en la que más me sorprendiste fue cuando apareció tu cuasi catolicismo, a la hora de tomarnos en serio esto de la institución llamada matrimonio y dejar a todos contentos con juramento en la iglesia, vestido blanco yo, tu frac, etc.
Queríamos un cura que fuera diferente. La iglesia fue fácil: una capilla pequeña pero con toda la majestuosidad que tienen esas construcciones que logran plasmar en sí mismas los 2.000 años de historia. Pero no encontrábamos al sacerdote. Hasta que una amiga me habló del cura de San Joaquín. Estaba a cargo de una pastoral juvenil, tenía un discurso progresista y una forma de entender el catolicismo que nos permitía hablar con soltura.
Todo iba bien, concertamos las charlas sin problemas y hasta habíamos asistido a la tercera cuando nos dio el golpe de gracia. El nos preguntó por nuestra asistencia a misa y le dijimos que jamás íbamos a misa los domingos porque nos complicaba el panorama, era más difícil cocinar y realmente descansar. Además, las iglesias estaban más llenas y ninguna quedaba cerca de donde vivíamos –que entre paréntesis era el mismo edificio en un piso diferente que el de mi departamento de soltera- Entonces tomó un tono de predicador evangélico de televisión y con voz profunda, exacerbado, como combatiendo al peor de los pecados nos dijo que teníamos que ir a misa los domingos. Nos miró y juro que vi un destello de furia en sus ojos ante nuestra moderna y sacrílega forma de ir a misa, y entonces nos maldijo: les digo que no les va a ir bien en su matrimonio si no van a misa los domingos.
Algo pasó ahí. Fue un trizarse de nuestra relajada forma no sólo de ir a misa, si no que también de pololear, preparar durante dos años el matrimonio con la confianza de nuestra destinación a casarnos y envejecer juntos. Creo que durante todos esos años jamás habíamos visto que alguien pudiese pensar y menos predecir un fracaso nuestro.
Fue peor que la imagen del infierno. Decidimos cambiar de sacerdote pero no pudimos olvidar su maldición. Durante el resto del noviazgo hicimos hasta lo imposible por llegar a misa los domingos. Nos conseguimos la programación religiosa de todas las iglesias cercanas y renunciamos a los carretes muy largos para no faltar a la cita. Aunque llegáramos atrasados al recibir la bendición final sentíamos un extraño alivio. Era una semana para respirar más tranquilos.
Durante el primer año de casados y aún en la luna de miel continuamos repitiendo este nuevo rito. A pesar de las peleas, de la tensión, aprendí a descubrir que seguías siendo lo más importante para mí cada vez que deponías la rabia y me llamabas a la paz, yendo a la misa.
La primera vez que volviste a tomar y llegaste borracho un sábado en que salías con tus amigos, pensé que era sólo un hecho fortuito. Que si decías que no tenías valor para levantarte e ir a la misa dominical no era un gesto importante. Pero en realidad hoy pienso que fue el gran signo de que ya no te importaba tanto cuidar lo nuestro. Y vinieron más sábados de borracheras, peleas domingueras contigo sin desayunar, empeñado en dormir y no oír reproches de una mujer herida por ese espacio que abrías para ti solo, para tener un lugar al que yo no me podía asomar, por primera vez en todos estos años.
No aguantamos mucho los crecientes reproches, los silencios, las discusiones a veces por dinero, por el hijo que no nos atrevíamos a concretar. Tu necesidad de ir agradando ese espacio tuyo donde yo no podía entrar. Comencé a ir sola a misa y a rezar por nosotros.
Pero Dios no puede meterse en el corazón de los humanos, o tal vez fue la maldición de los domingos, o simplemente el desgaste, otros intereses que se manifestaron como un signo de tu desinterés por neutralizar la maldición de los domingos. Así que un sábado tomaste finalmente tu maleta. Yo preferí no mirarte cuando te despedías, sin lágrimas, conteniéndome un grito de pena y rabia que me aguanté.No es fácil la vida sin ti. No es fácil entender qué pasó. Tal vez hoy las claridades no estarían mal, tengo unas pocas mientras me recompongo y comienzo a armar mi nuevo destino pero al menos tengo una: ya no necesito ir a misa los domingos.