martes, julio 05, 2005

Testigo del Aluvión

“Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros, de desengaños a las nostalgias más tenaces”
Gabriel García Márquez, Cien Años de Soledad

Era la tarde del 18 de junio de 1991. Salíamos del casino de la Universidad Católica del Norte. Soplaba un viento tibio, que mientras caminábamos bajo el techado pasillo hacia la entrada principal hacía sonar el pizarreño de una manera inusual, que a mi compañero le recordaron las últimas líneas de Cien Años de Soledad, donde un aire tibio iniciaba el final de Macondo. Y mirándome a los ojos, jugando, predijo sin querer las horas de horror que vendrían.
Llegamos al departamento y nos encerramos con unos cuantos compañeros a estudiar para la prueba del día siguiente. Cuando comenzó la lluvia, salimos a festejar el extraño fenómeno, sobretodo los sureños que extrañaban el sonido y el sabor de las precipitaciones. Media hora más tarde, la alegría se transformó en preocupación cuando comenzamos a dimensionar que se trataba de una lluvia que la ciudad a todas luces no aguantaría. Un tímido hilo de agua, primero, y luego un verdadero río bajaba de la calle que nos comunicaba con la de más arriba. Y es que estábamos en una ciudad irregular, que se acomodaba a una geografía llena de cerros. El edificio en el que vivíamos, hacia la calle, correspondía al primer piso, pero desde sus espaldas se trataba en realidad del quinto piso.
Eramos como diez estudiantes, que nos transformamos en los defensores del edificio. Construyendo diques, ayudando a los vecinos de abajo a desalojar sus muebles, mientras nuestro departamento se inundaba y con decenas de colchones apilados albergábamos a varias de las familias de los pisos inferiores en las piezas menos inundadas. Dicen que fueron tres horas de lluvia y lloviznas, pero para nosotros fue una noche larga, en la que casi no dormimos. Faltaba poco para que amaneciera cuando comenzamos a escuchar la radio – a pilas- donde informaban de un aluvión que en el sector norte, el más pobre, había aplastado una casa y se hablaba de ocho muertos. Especulaban con daños mayores, pero no había aún fuentes oficiales.
A las ocho de la mañana, como estábamos, sin posibilidad de bañarnos ya producto de un corte de agua y también de luz, partimos a la universidad. Las clases estaban suspendidas. La Federación de Estudiantes solicitó ayuda solidaria y nos dirigimos a la Intendencia, mientras otros fueron a sus respectivas pensiones.
En la Intendencia, la instrucción fue brutal para los cientos de estudiantes que habíamos acudido al llamado. Pedían pasar a un lado a los estudiantes de las carreras ligadas a la medicina, ya que necesitaban voluntarios capaces de recoger muertos. Entonces sentimos la catástrofe como una bofetada. Nos devolvimos a la Universidad. En la federación de estudiantes se organizaban cuadrillas que partían a las poblaciones, algunos con palas, otros sólo con sus manos.
Me subí a un furgón donde el presidente de la federación, Luis Díaz, junto a otras personas hicieron un recorrido para organizar los trabajos y entregar alimentos. Nos paramos en una planicie llena de barro, en lo más alto del sector norte. Desde ahí veíamos el mar, café en la orilla, azul más adentro. No sabía donde estaba, no recordaba un sector así en Antofagasta. Sólo pude comprender cuando me explicaron que la planicie era producto del aluvión y que estábamos pisando el barro que había cubierto muchas viviendas, y presumiblemente también estaban ahí los cuerpos de los atrapados por la avalancha de piedras y lodo.
Un escalofrío recorría mi cuerpo. Sentía un tanto atontada las noticias por radio que me llegaban como si fueran muy lejanas acerca de los muertos, que a cada rato aumentaban, los llamados de las autoridades a la calma, el anuncio de que el corte de agua sería bastante largo. Ya no podía sentir más, en ese estado me enteré que estábamos aislados, las dos entradas a la ciudad estaban destruidas, y recordé que debía comunicarme con mis padres, que seguramente estarían muy preocupados en Copiapó. No había posibilidades de teléfono, y la comunicación se estaba realizando sobre todo por radio-aficionados que más tarde comenzaron a llegar al departamento para preguntar sobre nuestra salud. La televisión también estaba cortada ese primer día, pero a ciencia cierta no sé cuánto tiempo permaneció con problemas debido a que la vida se nos alteró de tal manera, que olvidamos los detalles de la normalidad como sentarnos a ver televisión. Ver la tragedia en pantalla sospecho que tampoco habría sido demasiado alentador.
De vuelta en la universidad me enteré que muchos estudiantes estaban en las poblaciones del sector alto, que los muertos eran cerca de cien, que fueron 45 milímetros que en tres horas también habían enterrado las casas de miles de antofagastinos. No había conversaciones largas, más bien informaciones rápidas que compartíamos de la devastación.
Rodrigo, el solvente del departamento gracias a que era abogado de impuestos internos, nos contó que los servicios públicos estaban todos destinados a auxiliar a la población. Por su carácter deportivo, decidió repartir agua en un camión aljibe. Robinson, nuestro otro compañero de departamento, se había dedicado a agrupar a una cuadrilla de compañeros, y con palas y tarros colaboraron en las cercanías de Los Salares. El “Cani” no quería hablar de eso, pero a alguien le contó que había visto como el barro arrastró a una mamá con su hijo en el bloque de departamentos conocidos como “El Caliche”.
Dormí unas horas, por fin, con uno de los cansancios más extremos que he sentido en mi vida. No pude dormir más de dos horas. La actividad seguía en el departamento. Comenzamos cerca de las diez de la noche a organizar la vida en la emergencia. Las velas no alcanzarían para mucho, no teníamos donde almacenar agua y ya sabíamos que el corte de agua sería muy largo, así que habría que limpiar los baños con agua de mar. Había quedado sólo un camarote utilizable, y nuestras mercaderías eran exiguas. El casino, donde nos alimentábamos la mayoría, estaba suspendido temporalmente, pero confiábamos en el compromiso de la federación de asegurar la comida para los voluntarios. Estaba el fantasma del desabastecimiento que comenzó a notarse primero con las velas, los pequeños negocios subían a precios estratosféricos un paquete, aunque se hablaba que dentro de los próximos días lograrían habilitar una de las salidas a la ciudad, permitiendo que ingresaran mercaderías.
Comenzamos a salir diariamente al barro, a sumergirnos en él, a luchar para sacarlo. De vuelta, al atardecer, aprendimos a bañarnos con dos o tres tazas de agua, y con tres más a lavarnos el pelo para sacarnos los restos del lodo. La ropa quedaba inutilizada y los zapatos, tiesos con una velocidad que ningún bolsillo, menos el de los estudiantes, habría soportado.
Era la devastación. En el centro de la ciudad el barro llegaba a la mitad de las casas, algunas habían comenzado a usar las ventanas como puertas, mientras se veían autos enterrados, autos abollados, o restos de autos en diversas calles. El sector de Villa Los Salares era aún más desolador, con un luto que se sentía a cada cuadra, a cada casa. El silencio era uno de los signos del desastre, y la anormalidad del barro, del que muy pocos lograban escapar. Supongo que incluso nuestros perfumes cambiaron y todos olíamos un tanto a humedad, a sudor, a cansancio, a desastre.
Fui a una de las poblaciones más dañadas muchos días seguidos. Caminábamos sobre el barro, mientras veíamos a nuestra altura los techos, con suerte las ventanas. Con Roxana me estacioné a ayudar en una casa que tenía sólo cerca de treinta centímetros libres de barro. Ella me decía que en realidad lo que estábamos haciendo no tenía sentido práctico, si no más bien moral, ya que esa vivienda como muchas otras no podría volver a ser habitada. Era más bien acompañarlos en su dolor, decirles con nuestro gesto que no estaban solos.
Pero el barro bajaba. Aparecían los muebles, y una señora de edad nos contaba que se habían salvado de milagro porque sintieron un ruido y salieron a mirar y vieron el agua y el barro cerca y arrancaron mientras ya no pensaban en su vivienda, si no en los vecinos y en los gritos que jamás olvidarían.
En las noches a pesar del cansancio nos juntábamos a tomarnos unas cervezas. Fue el primer signo de retomar la normalidad. Mientras pasaban cosas más o menos impresionantes, una niña rescatada del barro que recorrió en el aluvión media ciudad y que luego se encontraba con su madre, Samuel, un compañero, encontró un cadáver cuando ayudaban en una casa, y un voluntario murió producto de una descarga eléctrica.
Robinson y su cuadrilla desenterraron una botillería y en agradecimiento, el dueño de casa les obsequió un par de vinos que fueron muy valorados. Fueron días terribles, donde los cientos o miles de estudiantes comenzaron a tener callos en sus manos, incluyéndome, tal vez la más sutil de las miles de cicatrices que quedaron tras esta tragedia. Lentamente los días comenzaron a ser más normales, con la llegada del agua, la apertura de una de las entradas a la ciudad, el decreto de vacaciones de invierno adelantadas para los estudiantes, muchos de nosotros volvimos a nuestros hogares de origen aunque sabíamos que a la vuelta no retornaríamos a la misma ciudad que dejamos atrás antes de que el viento tibio comenzara a soplar y la lluvia cayera como granizo, pero al menos los voluntarios sentíamos que con nuestra presencia habíamos vencido la soledad del dolor de quienes sobrevivieron a la tragedia y perdieron tanto.