(Cuento)
De niño siempre le temiste a las arañas, aunque en principio ese miedo no era muy distinto a los que sentías frente a la oscuridad, a las amenazas sobre el viejo del saco que casi podías ver al cerrar los ojos, o lo que te producía la serie de vampiros por la que trasnochabas para observarla, además, con el temor a que tus padres se dieran cuentan que no dormías en tu cama y violabas la prohibición. Pero el resto de los temores fue desapareciendo para transformarse en recuerdos, parte de las fantasías infantiles que cada niño va dejando atrás hasta aparecer el hombre, que sólo tiembla ante sus frustraciones o aquellos dioses en los que ha puesto su fe. Todo del mundo más o menos real.
El miedo a las arañas, en cambio, se fue metiendo de diversas formas en ti, haciéndose más fuerte. Las peores pesadillas eran con ellas y en las clases de biología odiabas los experimentos donde debías contemplarlas para estudiarlas con horror.
Te levantaste esa mañana, como muchas otras, tirando hasta atrás las sábanas para mirarlas con detención. Tomaste la toalla, antes de llegar a la ducha, sacudiéndola lo suficientemente alejada de tu cuerpo como para que, en caso de caer una araña, no pudiera recorrer tu piel con sus despreciables patas.
En la ducha no cantaste, tus ojos recorrían las paredes, gozando de uno de los pocos momentos del día en que realmente te sentías seguro, porque ninguno de esos insectos podría atacarte mientras el agua corriera por tu cuerpo. Por eso alargabas la ducha, salir de ahí para ti era casi un parto, abandonar la calidez y la protección, volver a dejar lo más parecido al cómodo útero materno cada mañana para dar la soterrada lucha por seguir vivo.
Nuevamente sacudiste la toalla, no sin antes volver a mirar las paredes, el techo, el piso, sin atreverte a pisar la toalla de pies por el miedo a su mullida condición –nido ideal para arañas-, definitivamente la sacarías. “Convivimos con cientos o miles de enemigos, arañas que en cualquier minuto nos pueden matar con su veneno. Viven con nosotros, hacen nidos en nuestros techos, en los closets, transitan por nuestra ropa, por los muebles, por el lugar donde dormimos – te repetías mientras te ponías lentamente la ropa-. Ellas optan por pasar inadvertidas y subrepticiamente morder a alguien de vez en cuando, ojalá que nosotros no lo notemos, y atribuyamos la enfermedad a otra causa, o le echemos la culpa al médico que no reconoció de que se trataba. Estoy seguro que tienen un plan, que no actúan por un instinto irracional de arácnidos o insectos. ¿Han visto la cantidad de ancianos que mueren en todos los lugares del mundo cuando viven solos? Son ellas, las arañas las que los atacan como parte de su plan de exterminio o su venganza hacia la raza humana. Se abalanzan sobre la piel del viejo que ya no puede revisar bien sus ropas, las arañas se pueden pasear con más tranquilidad frente a sus narices, hacer nidos bajo las camas que dificultosamente limpian dejándoles más espacio. Cuando sienten que ya pueden pasearse por cualquier lugar sin miedo, entonces atacan al indefenso anciano, produciéndole una muerte constatada días después, muchas de ellas sin una autopsia que aclare lo acontecido. Así operan.”
En realidad nadie podría haberte refutado que convivíamos con arañas peligrosas en nuestras casas, en los trabajos, en el comercio. Estaban por todas partes con su veneno, pero todos nos olvidábamos de su presencia y de su peligrosidad, hasta que cada cierto tiempo alguna noticia sobre una muerte por lapsoceles lezaeta nos hacía ver que había una amenaza cerca de cada uno de nosotros. Pero escucharte hablar de que tenían una táctica y una estrategia y que en realidad nos enfrentábamos a una silenciosa guerra, como tú pensabas, era algo increíble para quienes habían invisibilizado a este enemigo con siglos de guerras, amenazas que venían de la economía, de la cesantía, de la delincuencia. Era para mandarte a un sicólogo, siendo benevolente, o a un siquiatra.
En el bar tenías fama del tipo que le teme a las arañas, con un par de copas hablabas del enemigo, pero se trataba de un lugar donde simplemente lo atribuían al efecto del alcohol en tu cerebro, una especie de delirium tremens, o una rutina aprendida para llamar la atención. Pero empezaste a hablar más de este plan, hasta escribiste un largo tratado sobre cada una de las actuaciones de las arañas. Venciste tu temor a las bibliotecas, pero con repelente en tu piel – en el que tampoco confiabas demasiado- investigabas, buscando evidencias en la historia sobre aquellas muertes poco claras o que podrían haber sido disfrazadas. Mirabas el obituario cada día y comenzaste a llamar, a buscar las causas de las muertes.
Después de tres meses donde te olvidaste de tus obligaciones laborales para sólo asistir en cuerpo, dijiste que tenías las pruebas. Entonces diste entrevistas a los diarios, llamaste a cuanto programa de radio te dio el espacio, haciendo el ridículo y logrando una baja de sintonía que muchos presentían, para entonces cortésmente colgarte y luego marcar el número para ordenarle a producción que no volviera a pasar una llamada de ese loco.
“Las arañas están atacando a los niños, especialmente a las guaguas, esas variaciones a los virus no son reales, simplemente diagnósticos errados. Las personas discapacitadas también mueren de pronto, su promedio de vida no se debe a causas físicas, sino al plan de ellas. Los pobres son su mejor alimento. Nos están controlando, quieren que seamos menos” decías en una de las proclamas que publicaste en internet.
Tu familia comenzó a preocuparse. Perdiste el trabajo, nadie estaba para además de dejar pasar tu ineficiencia, amargarse la vida escuchando tus reflexiones. Rápidamente caíste en el siquiatra, quien deseaba averiguar si tú serías el salvador del mundo, el nuevo cristo que nos redimiría de las arañas, aunque tu modestia y la conciencia ante la incomprensión te salvó de una de las características de la paranoia. De todos modos el diagnóstico fue lapidario, y terminaste internado. Verte en ese estado era terrible, ya que en la clínica sólo pedías que te ayudaran a salir de ahí, que las arañas vendrían en cualquier momento a silenciarte, en un delirio verdadero. Nadie podría creerte ya.
Sin repelente, y drogado, no pudiste tomar los habituales cuidados. Miraste con horror como diez arañas se subieron esa noche por tu cuerpo, sin que pudieras hacer otra cosa que gritar, con las manos y los pies amarrados. Ellas se deleitaron en hacer el recorrido con su habitual lentitud y comenzar sólo un par de mordidas por los pliegues más recónditos de tu cuerpo. Al día siguiente amaneciste muerto, y tu familia no quiso saber de autopsia, pidiendo que no la hicieran. Nadie podría haber soportado que tus miedos fueran ciertos.
Me enteré de todo esto revisando tus cuadernos, tu blog en internet –ahora lleno de comentarios-. Habías tomado la precaución de ser donante de órganos, por lo que supimos con horror que tu cuerpo estaba contaminado con veneno al no poder realizarla. Entonces fui a revisar las cintas de la clínica, donde está la verdad de tu muerte, y la ironía de haber fallecido por ser, no sé si demasiado inteligente o cobarde, pero sí el único capaz de ver el peligro. O tal vez no eras más que un ser con más miedos que el resto y el miedo no perdona, nos hace concientes de la amenaza.
Ahora que tengo toda la verdad, o tal vez sólo una de las verdades que está tras el desarrollo de los acontecimientos y que algunos después llamarán historia al contarla de una manera totalmente distinta –como ven todos la realidad-, entiendo que no soy como tú. No sabría como rebatirle a un médico, buscar las pruebas, mostrar la conspiración de las arañas y hablarle al mundo de que estamos en peligro para cuidarme cada vez más de ellas, que seguramente nos entienden, han aprendido de nosotros y me perseguirían haciendo del mundo un lugar lleno de enemigos donde el blanco soy yo.
Por eso he decidido quemar tus cuadernos, y tomar silenciosamente todas las precauciones necesarias para pasar inadvertida para ellas, evitando ser una más de sus víctimas por el mayor tiempo posible. El resto en realidad, no es mi problema.
El miedo a las arañas, en cambio, se fue metiendo de diversas formas en ti, haciéndose más fuerte. Las peores pesadillas eran con ellas y en las clases de biología odiabas los experimentos donde debías contemplarlas para estudiarlas con horror.
Te levantaste esa mañana, como muchas otras, tirando hasta atrás las sábanas para mirarlas con detención. Tomaste la toalla, antes de llegar a la ducha, sacudiéndola lo suficientemente alejada de tu cuerpo como para que, en caso de caer una araña, no pudiera recorrer tu piel con sus despreciables patas.
En la ducha no cantaste, tus ojos recorrían las paredes, gozando de uno de los pocos momentos del día en que realmente te sentías seguro, porque ninguno de esos insectos podría atacarte mientras el agua corriera por tu cuerpo. Por eso alargabas la ducha, salir de ahí para ti era casi un parto, abandonar la calidez y la protección, volver a dejar lo más parecido al cómodo útero materno cada mañana para dar la soterrada lucha por seguir vivo.
Nuevamente sacudiste la toalla, no sin antes volver a mirar las paredes, el techo, el piso, sin atreverte a pisar la toalla de pies por el miedo a su mullida condición –nido ideal para arañas-, definitivamente la sacarías. “Convivimos con cientos o miles de enemigos, arañas que en cualquier minuto nos pueden matar con su veneno. Viven con nosotros, hacen nidos en nuestros techos, en los closets, transitan por nuestra ropa, por los muebles, por el lugar donde dormimos – te repetías mientras te ponías lentamente la ropa-. Ellas optan por pasar inadvertidas y subrepticiamente morder a alguien de vez en cuando, ojalá que nosotros no lo notemos, y atribuyamos la enfermedad a otra causa, o le echemos la culpa al médico que no reconoció de que se trataba. Estoy seguro que tienen un plan, que no actúan por un instinto irracional de arácnidos o insectos. ¿Han visto la cantidad de ancianos que mueren en todos los lugares del mundo cuando viven solos? Son ellas, las arañas las que los atacan como parte de su plan de exterminio o su venganza hacia la raza humana. Se abalanzan sobre la piel del viejo que ya no puede revisar bien sus ropas, las arañas se pueden pasear con más tranquilidad frente a sus narices, hacer nidos bajo las camas que dificultosamente limpian dejándoles más espacio. Cuando sienten que ya pueden pasearse por cualquier lugar sin miedo, entonces atacan al indefenso anciano, produciéndole una muerte constatada días después, muchas de ellas sin una autopsia que aclare lo acontecido. Así operan.”
En realidad nadie podría haberte refutado que convivíamos con arañas peligrosas en nuestras casas, en los trabajos, en el comercio. Estaban por todas partes con su veneno, pero todos nos olvidábamos de su presencia y de su peligrosidad, hasta que cada cierto tiempo alguna noticia sobre una muerte por lapsoceles lezaeta nos hacía ver que había una amenaza cerca de cada uno de nosotros. Pero escucharte hablar de que tenían una táctica y una estrategia y que en realidad nos enfrentábamos a una silenciosa guerra, como tú pensabas, era algo increíble para quienes habían invisibilizado a este enemigo con siglos de guerras, amenazas que venían de la economía, de la cesantía, de la delincuencia. Era para mandarte a un sicólogo, siendo benevolente, o a un siquiatra.
En el bar tenías fama del tipo que le teme a las arañas, con un par de copas hablabas del enemigo, pero se trataba de un lugar donde simplemente lo atribuían al efecto del alcohol en tu cerebro, una especie de delirium tremens, o una rutina aprendida para llamar la atención. Pero empezaste a hablar más de este plan, hasta escribiste un largo tratado sobre cada una de las actuaciones de las arañas. Venciste tu temor a las bibliotecas, pero con repelente en tu piel – en el que tampoco confiabas demasiado- investigabas, buscando evidencias en la historia sobre aquellas muertes poco claras o que podrían haber sido disfrazadas. Mirabas el obituario cada día y comenzaste a llamar, a buscar las causas de las muertes.
Después de tres meses donde te olvidaste de tus obligaciones laborales para sólo asistir en cuerpo, dijiste que tenías las pruebas. Entonces diste entrevistas a los diarios, llamaste a cuanto programa de radio te dio el espacio, haciendo el ridículo y logrando una baja de sintonía que muchos presentían, para entonces cortésmente colgarte y luego marcar el número para ordenarle a producción que no volviera a pasar una llamada de ese loco.
“Las arañas están atacando a los niños, especialmente a las guaguas, esas variaciones a los virus no son reales, simplemente diagnósticos errados. Las personas discapacitadas también mueren de pronto, su promedio de vida no se debe a causas físicas, sino al plan de ellas. Los pobres son su mejor alimento. Nos están controlando, quieren que seamos menos” decías en una de las proclamas que publicaste en internet.
Tu familia comenzó a preocuparse. Perdiste el trabajo, nadie estaba para además de dejar pasar tu ineficiencia, amargarse la vida escuchando tus reflexiones. Rápidamente caíste en el siquiatra, quien deseaba averiguar si tú serías el salvador del mundo, el nuevo cristo que nos redimiría de las arañas, aunque tu modestia y la conciencia ante la incomprensión te salvó de una de las características de la paranoia. De todos modos el diagnóstico fue lapidario, y terminaste internado. Verte en ese estado era terrible, ya que en la clínica sólo pedías que te ayudaran a salir de ahí, que las arañas vendrían en cualquier momento a silenciarte, en un delirio verdadero. Nadie podría creerte ya.
Sin repelente, y drogado, no pudiste tomar los habituales cuidados. Miraste con horror como diez arañas se subieron esa noche por tu cuerpo, sin que pudieras hacer otra cosa que gritar, con las manos y los pies amarrados. Ellas se deleitaron en hacer el recorrido con su habitual lentitud y comenzar sólo un par de mordidas por los pliegues más recónditos de tu cuerpo. Al día siguiente amaneciste muerto, y tu familia no quiso saber de autopsia, pidiendo que no la hicieran. Nadie podría haber soportado que tus miedos fueran ciertos.
Me enteré de todo esto revisando tus cuadernos, tu blog en internet –ahora lleno de comentarios-. Habías tomado la precaución de ser donante de órganos, por lo que supimos con horror que tu cuerpo estaba contaminado con veneno al no poder realizarla. Entonces fui a revisar las cintas de la clínica, donde está la verdad de tu muerte, y la ironía de haber fallecido por ser, no sé si demasiado inteligente o cobarde, pero sí el único capaz de ver el peligro. O tal vez no eras más que un ser con más miedos que el resto y el miedo no perdona, nos hace concientes de la amenaza.
Ahora que tengo toda la verdad, o tal vez sólo una de las verdades que está tras el desarrollo de los acontecimientos y que algunos después llamarán historia al contarla de una manera totalmente distinta –como ven todos la realidad-, entiendo que no soy como tú. No sabría como rebatirle a un médico, buscar las pruebas, mostrar la conspiración de las arañas y hablarle al mundo de que estamos en peligro para cuidarme cada vez más de ellas, que seguramente nos entienden, han aprendido de nosotros y me perseguirían haciendo del mundo un lugar lleno de enemigos donde el blanco soy yo.
Por eso he decidido quemar tus cuadernos, y tomar silenciosamente todas las precauciones necesarias para pasar inadvertida para ellas, evitando ser una más de sus víctimas por el mayor tiempo posible. El resto en realidad, no es mi problema.
1 comentario:
Ahora cuando veo una araña pienso en ti y cuento será pero cuanta razón tienes. tu fiel y leal seguidora.Patty.
Publicar un comentario