A todos los que se expusieron, sin importarles los costos.
Eran tiempos difíciles y todos los sabíamos. El año decisivo, en que a punta de protestas y movilizaciones la dictadura debería caer. José Miguel era uno de los nuestros, él se decía mirista, algo raro entre tanta fauna partidista, yo sospechaba que era un destacado miembro de la dirección de este movimiento revolucionario a pesar de su corta edad, ya que no pertenecía a la Juventud Rebelde Miguel Enríquez como habría correspondido, como los otros locos que andaban por ahí rayando las paredes de Macul o del pedagógico.
Era como todos: flaco, pelo largo, morral, chalecos de lana e imposible de distinguir su origen social. La moda de la izquierda en ese tiempo tenía esa ventaja, de hacernos parecer a todos iguales disimulando nuestra pobreza, y había que hacer esfuerzo para distinguir que una de las compañeras era artesa con Hush Pupies y blue jeans Levis. Para los que andábamos pendientes de las cosas verdaderamente importantes, como derrocar a la dictadura. Quedaba poco tiempo para nosotros, para estudiar y sacar la carrera, algo tan burgués en un año tan importante, y menos aún para divertirnos y desarrollar esas vidas personales. Tampoco para darnos cuenta de quién tenía más recursos. Claro, igual nos enamorábamos, salíamos y carreteábamos en las peñas y después de todo la adrenalina nos motivaba en las protestas, podíamos sentirnos que éramos parte de algo y eso pesaba para bien. Así lo demostrábamos en cada una de las asambleas universitarias donde discutíamos –previas instrucciones de nuestras direcciones partidarias- lo que vendría.
El pedagógico tenía la misión de dar la señal. Si la idea era que las protestas fueran grandes e intensas, el peda tenía que hacer una gran protesta unos tres días antes. Eso estábamos discutiendo en la asamblea cuando el futuro comenzó a ennegrecerse para José Miguel. No sé cómo se dio cuenta, tal vez eran demasiado robustos, pero él llamó a unos cuantos, entre esos a mí, y detuvo la reunión diciendo que habían infiltrados. Los encaró mientras los otros los inmovilizábamos. No eran más de diez en una reunión con más de cien universitarios.
Ellos dijeron ser de la Chile, que los habían enviado para ponerse de acuerdo.
- Entonces tú dimes de qué partido político eres – les dijo José Miguel.
- Soy del partido Socialista Miguel Enríquez.- respondió uno de los infiltrados, que parecía ser el líder.
Con más seguridad ante la confusión del infiltrado que no sabía con exactitud que ninguno de los numerosos partidos socialistas se llamaba así, fueron revisados. Uno de ellos portaba una tim de escuela de paracaídismo. Dos de ellos lograron arrancar hacia la rectoría y no fue posible sacarlos de ahí, territorio enemigo, pero los otros tres fueron llevados por nuestros compañeros en un taxi hacia la comisión de derechos humanos. El taxista fue muy valiente, uno de esos anónimos que cooperó con la causa, logró evadir al volvo de la CNI que lo persiguió durante cuadras.
Los infiltrados fueron fotografiados y dejados en libertad en la comisión de derechos humanos. No volvimos a saber de ellos.
Días más tarde estábamos en la protesta más grande que hasta entonces habíamos desarrollado. Era julio. Los secundarios hacían de las suyas, llegando al pedagógico, mientras que el cordón Macul estaba en su auge, los de Ciencias de la Chile y los del IPS estaban defendiendo su territorio, mientras nosotros también hacíamos lo propio. Una molotov quemó al militar a cargo de la disuasión, y entonces militares y carabineros tomaron la decisión de entrar con tanquetas al pedagógico.
Estábamos adentro, ya todos corrían y algunos buscaban refugio. La dirección de la toma estaba en un estanque de agua y había dado la orden de dispersarse y buscar refugio. A los secundarios los escondieron en el ciclotrón, junto con la dirección. Algunos universitarios comenzaron a salir por el portón, hasta que un carabinero cerró la puerta y gritó “están todos arrestados”.
El cepillo, que como siempre vendía cigarros a diez pesos, sólo atinó a gritar “cigarros a $20”. Me reí en medio de la desgracia que veía venir. Nada más que hacer, así que procedimos lentamente a entrar al bus de carabineros. Para nuestra sorpresa no nos pegaron, nada de lumas ni de otras brutalidades tan acostumbradas.
Llegamos a la comisaría del sector, la 18. Éramos casi 300. Nos tenían a todos en fila cuando se paró un furgón de donde comenzaron a salir encapuchados. Pensé que eran más detenidos, jóvenes, algunos chascones, como nosotros, pero me di cuenta de mi error cuando comenzaron a pasear con total libertad circulando frente a nuestra fila, mirándonos con sus ojos llenos de ira. Buscaban amedrentarnos y por supuesto reconocer a alguno que seguramente ya tenían identificado. No sé por qué no lo asocié inmediatamente con el incidente de los infiltrados.
Pero José Miguel pensaba más rápido. Estaba al lado mío y nos dijo que miráramos con atención al que venía porque le iba a quitar la capucha. Pensamos que estaba bromeando, después de todo quién podría hacer algo así en las circunstancias en que nos encontrábamos. Pero era verdad, me dije al ver la cara de uno de los infiltrados tras el rápido movimiento que José Miguel hizo dejando su rostro totalmente descubierto. El CNI se urgió y tres de los que estaban más cerca se tiraron sobre él. José Miguel resistió, a golpes y forcejeos se lo llevaron. No me sentí bien, como tampoco los demás cuando ya no estaba, sin haber hecho nada por defenderlo.
Estábamos detenidos, teníamos miedo, y carabineros nos vigilaban con sus pistolas. Hacer algo habría sido simplemente suicida. No nos importaba tanto la vida, nos exponíamos sabiendo los costos posibles, pero algo muy distinto era transformarnos en carne de cañón.
El comisario se enteró de la ausencia de José Miguel y ordenó a los encapuchados que se fueran de su comisaría. José Miguel volvió moreteado, pero satisfecho. Al verlo sentí orgullo, y me sentí raramente desvalido, con un tanto de temor recorriéndome el cuerpo.
A los dos días la mayoría estaba fuera. Los 31 que quedábamos fuimos trasladados a la comisaría 19, la de providencia, donde el trato fue mejor. Escuchábamos a la Manola Robles en la Radio Cooperativa, y los pacos también, a pesar del río mapocho que se había desbordado y que estábamos sin agua, incomunicados y en un calabozo estrecho y maloliente. Sólo por la Manola Robles nos esterábamos de nuestra situación. En uno de sus despachos dijo que 31 estudiantes universitarios detenidos habían pasado a la fiscalía militar. Eso significaba cargos graves por terrorismo. Nos contamos. Ahí nos dimos cuenta que éramos 31 y que nuestra situación era grave. Pensé en mi madre, en mi padre, en lo que dirían porque su hijito estaba detenido, incomunicado y quizás qué vendría después.
Nos llamaron a un examen médico. La lista incluía a trece, el presidente de mi carrera, varios de los dirigentes más connotados y por supuesto José Miguel. A mí también me llamaron al último, iba llegando al carro cuando un paco me preguntó que qué hacía allí y le dije que me habían llamado para el examen. “Anda al calabozo no más cabrito, ese carro ya está muy lleno” me dijo y volví a la celda sin hacer preguntas, sin pensar en nada.
Los compañeros no volvieron. Pasaron los días y no regresaban, mientras comenzaron señales alentadoras como dejarnos tener visitas. Recibí a mi madre enojada, llorosa y prometiéndome que me volvería a mi ciudad si salía de ésta, aunque no fuera nunca un profesional. Me dio mucha pena, pero no me detuve en eso, porque los hechos eran demasiado rápidos, todo incierto y difuso. Lo único claro es que teníamos una causa, una misión, un objetivo que llevar a cabo. Los sentimentalismos estaban de más.
Activistas de derechos humanos se preocuparon que tuviéramos mucha comida, frutas, galletas, bebidas y cigarros que los pacos dejaban pasar, mientras afuera hacían vigilias día y noche para que ninguno de nosotros volviera a desaparecer.
Casi una semana después nos soltaron, con cargos en la fiscalía militar, un proceso que no sabíamos a donde nos conduciría. Nuestros compañeros nunca volvieron a la comisaría, pero días después los soltaron. Supe por el presidente de mi carrera que los habían llevado al cuartel Borgoño de la CNI, los torturaron e hicieron lo posible porque “cantaran” de todo. José Miguel fue el más maltratado, con corriente, golpes, y vejaciones que lo hacían verse años más viejo, con sus ojos ahora desencajados. Los compañeros dijeron que no habló.
José Miguel denunció que lo había retenido un grupo en las afueras de la universidad, en una asamblea. Su discurso fue como siempre claro, ilustrado, sólido. Luego en el casino contó que lo habían sacado de la pensión en la noche y lo habían devuelto en la mañana tras los golpes y la corriente. Poco a poco comenzó sólo a hablar de los CNI que lo perseguían, de los chequeos que se hacía para darse cuenta que estaba siempre con “cola”, un tipo afeitado que andaba tras sus pasos.
Mi madre cumplió a los pocos días su amenaza y dejándome sin el escuálido financiamiento que tanto le costaba a mi familia, me obligó a volver al norte. Lloré mis sueños de ser profesional y pensé que ya no habría otra oportunidad mientras comenzaba a hacerme a la idea de buscar un trabajo. Volví a Santiago unos meses más tarde, después del atentado, y descubrí que algo se había apagado entre mis compañeros. Varios ya no estaban, algunos presionados por sus familias, otros asustados por la represión.
José Miguel vagaba, había dejado la carrera, incapaz de concentrarse en algo, de volver a ser el alumno brillante que discutía con los profesores. Ahora hablaba de los tipos que lo perseguían, de las constantes retenciones, su discurso ya no era claro y no convencía nadie después que un siquiatra lo había declarado loco.
Yo también pensé que era cierto, pero años más tarde dudé de la siquiatría cuando descubrí a uno de los infiltrados en mi ciudad, siguiéndome. En vez de tratar de evadirlo lo enfrenté, con el miedo transformado en rabia que me envalentonó para gritarle que qué quería. El se rió, sacó un cigarro de su chaqueta y me aconsejó que no me olvidara de José Miguel, el loco, porque ya se había encargado de uno, pero todavía le quedaban más en su lista. Y yo era uno de ellos. Intenté golpearlo, pero él me derribó y me mostró su pistola sobre mi sien. Nos veremos, me dijo y se fue.
Nunca más volví a verlo.
Era como todos: flaco, pelo largo, morral, chalecos de lana e imposible de distinguir su origen social. La moda de la izquierda en ese tiempo tenía esa ventaja, de hacernos parecer a todos iguales disimulando nuestra pobreza, y había que hacer esfuerzo para distinguir que una de las compañeras era artesa con Hush Pupies y blue jeans Levis. Para los que andábamos pendientes de las cosas verdaderamente importantes, como derrocar a la dictadura. Quedaba poco tiempo para nosotros, para estudiar y sacar la carrera, algo tan burgués en un año tan importante, y menos aún para divertirnos y desarrollar esas vidas personales. Tampoco para darnos cuenta de quién tenía más recursos. Claro, igual nos enamorábamos, salíamos y carreteábamos en las peñas y después de todo la adrenalina nos motivaba en las protestas, podíamos sentirnos que éramos parte de algo y eso pesaba para bien. Así lo demostrábamos en cada una de las asambleas universitarias donde discutíamos –previas instrucciones de nuestras direcciones partidarias- lo que vendría.
El pedagógico tenía la misión de dar la señal. Si la idea era que las protestas fueran grandes e intensas, el peda tenía que hacer una gran protesta unos tres días antes. Eso estábamos discutiendo en la asamblea cuando el futuro comenzó a ennegrecerse para José Miguel. No sé cómo se dio cuenta, tal vez eran demasiado robustos, pero él llamó a unos cuantos, entre esos a mí, y detuvo la reunión diciendo que habían infiltrados. Los encaró mientras los otros los inmovilizábamos. No eran más de diez en una reunión con más de cien universitarios.
Ellos dijeron ser de la Chile, que los habían enviado para ponerse de acuerdo.
- Entonces tú dimes de qué partido político eres – les dijo José Miguel.
- Soy del partido Socialista Miguel Enríquez.- respondió uno de los infiltrados, que parecía ser el líder.
Con más seguridad ante la confusión del infiltrado que no sabía con exactitud que ninguno de los numerosos partidos socialistas se llamaba así, fueron revisados. Uno de ellos portaba una tim de escuela de paracaídismo. Dos de ellos lograron arrancar hacia la rectoría y no fue posible sacarlos de ahí, territorio enemigo, pero los otros tres fueron llevados por nuestros compañeros en un taxi hacia la comisión de derechos humanos. El taxista fue muy valiente, uno de esos anónimos que cooperó con la causa, logró evadir al volvo de la CNI que lo persiguió durante cuadras.
Los infiltrados fueron fotografiados y dejados en libertad en la comisión de derechos humanos. No volvimos a saber de ellos.
Días más tarde estábamos en la protesta más grande que hasta entonces habíamos desarrollado. Era julio. Los secundarios hacían de las suyas, llegando al pedagógico, mientras que el cordón Macul estaba en su auge, los de Ciencias de la Chile y los del IPS estaban defendiendo su territorio, mientras nosotros también hacíamos lo propio. Una molotov quemó al militar a cargo de la disuasión, y entonces militares y carabineros tomaron la decisión de entrar con tanquetas al pedagógico.
Estábamos adentro, ya todos corrían y algunos buscaban refugio. La dirección de la toma estaba en un estanque de agua y había dado la orden de dispersarse y buscar refugio. A los secundarios los escondieron en el ciclotrón, junto con la dirección. Algunos universitarios comenzaron a salir por el portón, hasta que un carabinero cerró la puerta y gritó “están todos arrestados”.
El cepillo, que como siempre vendía cigarros a diez pesos, sólo atinó a gritar “cigarros a $20”. Me reí en medio de la desgracia que veía venir. Nada más que hacer, así que procedimos lentamente a entrar al bus de carabineros. Para nuestra sorpresa no nos pegaron, nada de lumas ni de otras brutalidades tan acostumbradas.
Llegamos a la comisaría del sector, la 18. Éramos casi 300. Nos tenían a todos en fila cuando se paró un furgón de donde comenzaron a salir encapuchados. Pensé que eran más detenidos, jóvenes, algunos chascones, como nosotros, pero me di cuenta de mi error cuando comenzaron a pasear con total libertad circulando frente a nuestra fila, mirándonos con sus ojos llenos de ira. Buscaban amedrentarnos y por supuesto reconocer a alguno que seguramente ya tenían identificado. No sé por qué no lo asocié inmediatamente con el incidente de los infiltrados.
Pero José Miguel pensaba más rápido. Estaba al lado mío y nos dijo que miráramos con atención al que venía porque le iba a quitar la capucha. Pensamos que estaba bromeando, después de todo quién podría hacer algo así en las circunstancias en que nos encontrábamos. Pero era verdad, me dije al ver la cara de uno de los infiltrados tras el rápido movimiento que José Miguel hizo dejando su rostro totalmente descubierto. El CNI se urgió y tres de los que estaban más cerca se tiraron sobre él. José Miguel resistió, a golpes y forcejeos se lo llevaron. No me sentí bien, como tampoco los demás cuando ya no estaba, sin haber hecho nada por defenderlo.
Estábamos detenidos, teníamos miedo, y carabineros nos vigilaban con sus pistolas. Hacer algo habría sido simplemente suicida. No nos importaba tanto la vida, nos exponíamos sabiendo los costos posibles, pero algo muy distinto era transformarnos en carne de cañón.
El comisario se enteró de la ausencia de José Miguel y ordenó a los encapuchados que se fueran de su comisaría. José Miguel volvió moreteado, pero satisfecho. Al verlo sentí orgullo, y me sentí raramente desvalido, con un tanto de temor recorriéndome el cuerpo.
A los dos días la mayoría estaba fuera. Los 31 que quedábamos fuimos trasladados a la comisaría 19, la de providencia, donde el trato fue mejor. Escuchábamos a la Manola Robles en la Radio Cooperativa, y los pacos también, a pesar del río mapocho que se había desbordado y que estábamos sin agua, incomunicados y en un calabozo estrecho y maloliente. Sólo por la Manola Robles nos esterábamos de nuestra situación. En uno de sus despachos dijo que 31 estudiantes universitarios detenidos habían pasado a la fiscalía militar. Eso significaba cargos graves por terrorismo. Nos contamos. Ahí nos dimos cuenta que éramos 31 y que nuestra situación era grave. Pensé en mi madre, en mi padre, en lo que dirían porque su hijito estaba detenido, incomunicado y quizás qué vendría después.
Nos llamaron a un examen médico. La lista incluía a trece, el presidente de mi carrera, varios de los dirigentes más connotados y por supuesto José Miguel. A mí también me llamaron al último, iba llegando al carro cuando un paco me preguntó que qué hacía allí y le dije que me habían llamado para el examen. “Anda al calabozo no más cabrito, ese carro ya está muy lleno” me dijo y volví a la celda sin hacer preguntas, sin pensar en nada.
Los compañeros no volvieron. Pasaron los días y no regresaban, mientras comenzaron señales alentadoras como dejarnos tener visitas. Recibí a mi madre enojada, llorosa y prometiéndome que me volvería a mi ciudad si salía de ésta, aunque no fuera nunca un profesional. Me dio mucha pena, pero no me detuve en eso, porque los hechos eran demasiado rápidos, todo incierto y difuso. Lo único claro es que teníamos una causa, una misión, un objetivo que llevar a cabo. Los sentimentalismos estaban de más.
Activistas de derechos humanos se preocuparon que tuviéramos mucha comida, frutas, galletas, bebidas y cigarros que los pacos dejaban pasar, mientras afuera hacían vigilias día y noche para que ninguno de nosotros volviera a desaparecer.
Casi una semana después nos soltaron, con cargos en la fiscalía militar, un proceso que no sabíamos a donde nos conduciría. Nuestros compañeros nunca volvieron a la comisaría, pero días después los soltaron. Supe por el presidente de mi carrera que los habían llevado al cuartel Borgoño de la CNI, los torturaron e hicieron lo posible porque “cantaran” de todo. José Miguel fue el más maltratado, con corriente, golpes, y vejaciones que lo hacían verse años más viejo, con sus ojos ahora desencajados. Los compañeros dijeron que no habló.
José Miguel denunció que lo había retenido un grupo en las afueras de la universidad, en una asamblea. Su discurso fue como siempre claro, ilustrado, sólido. Luego en el casino contó que lo habían sacado de la pensión en la noche y lo habían devuelto en la mañana tras los golpes y la corriente. Poco a poco comenzó sólo a hablar de los CNI que lo perseguían, de los chequeos que se hacía para darse cuenta que estaba siempre con “cola”, un tipo afeitado que andaba tras sus pasos.
Mi madre cumplió a los pocos días su amenaza y dejándome sin el escuálido financiamiento que tanto le costaba a mi familia, me obligó a volver al norte. Lloré mis sueños de ser profesional y pensé que ya no habría otra oportunidad mientras comenzaba a hacerme a la idea de buscar un trabajo. Volví a Santiago unos meses más tarde, después del atentado, y descubrí que algo se había apagado entre mis compañeros. Varios ya no estaban, algunos presionados por sus familias, otros asustados por la represión.
José Miguel vagaba, había dejado la carrera, incapaz de concentrarse en algo, de volver a ser el alumno brillante que discutía con los profesores. Ahora hablaba de los tipos que lo perseguían, de las constantes retenciones, su discurso ya no era claro y no convencía nadie después que un siquiatra lo había declarado loco.
Yo también pensé que era cierto, pero años más tarde dudé de la siquiatría cuando descubrí a uno de los infiltrados en mi ciudad, siguiéndome. En vez de tratar de evadirlo lo enfrenté, con el miedo transformado en rabia que me envalentonó para gritarle que qué quería. El se rió, sacó un cigarro de su chaqueta y me aconsejó que no me olvidara de José Miguel, el loco, porque ya se había encargado de uno, pero todavía le quedaban más en su lista. Y yo era uno de ellos. Intenté golpearlo, pero él me derribó y me mostró su pistola sobre mi sien. Nos veremos, me dijo y se fue.
Nunca más volví a verlo.
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